En los años 80 por un lado el gobierno impone al empresario Lorenzo Sousa a cumplir con cada una de las etapas para la elaboración de uno de los teleféricos que serían de los más conocidos de la época, pues para eso contaba con una fianza bancaria de US$ 5 millones de dólares, y por otro lado el mismo gobierno dilataba la entrega del permiso final para empezar la construcción del teleférico .También, hubo que pagarle casi US$ 2 millones de dólares a la empresa que realizaba y certificaba el análisis de impacto ambiental.
Al mismo tiempo, en Cusco se hacía una campaña mediática que poco más y me intentaban comparar con el mismo Lucifer; decían de todo de mí, hasta que era de nacionalidad chilena, lo cual en la ciudad de los incas es un tema muy delicado.
Seguí tercamente en avanzar en el proyecto, pues estaba y estoy convencido de que era la solución ecológicamente más factible y segura de transportar turistas a Machu Picchu.
Para esta obra convoqué a la mejor fábrica de teleféricos del universo, una empresa suiza que había absorbido a las empresas italianas y alemanas de este rubro, había visitado varios parques de la nación donde se utilizan estos recursos tecnologicos. Curiosamente, mientras en Perú me estaban haciendo una campaña internacional en contra de esta alternativa ecológica, cuando subí al teleférico de idénticas características al que iba a ser instalado en Machu Picchu en los Blue Mountains de Australia (un Parque Nacional cerca de Sidney), la grabación que daba un saludo de bienvenida a los turistas que subían a dicho teleférico decía lo siguiente: “Bienvenidos al teleférico de los Blue Mountains, la forma más ecológica y segura para su transporte”.
Al volver de Australia Lorenzo Sousa Debarbieri se topó con una realidad local en la cual la politiquería barata, las coimas, la Unesco y las ONG’s de segundo nivel tenían que hacer su agosto, la campaña en contra del proyecto se intensificó en diarios, revistas, televisión y por donde fuese.
Por supuesto, me motivaba el negocio en sí, pero en realidad en mi idealismo lo que buscaba era el bien para Machu Picchu y su entorno a largo plazo. El futuro negocio derivó mal; el congresista por el Cusco, Daniel Estrada, había denunciado penalmente a todos los que habíamos actuado en la licitación, al Ministro de Economía, a los miembros del comité privatizador y hasta a los postores de la licitación, es decir, a todos. La acusación era por delito contra el patrimonio cultural; lo más ilógico es que no habíamos movido todavía ni una sola piedra, lo único que habíamos hecho era realizar el estudio de impacto ambiental que nos requería el Estado, nada más.
Estando así la situación, seguí insistiendo para la aprobación del proyecto, pues de un lado el Estado me obligaba a invertir y del otro, el mismo Estado, me negaba la posibilidad de construir una obra que nuevamente el mismo Estado había licitado. De mi lado había la premura porque si no empezaba la obra, el Estado podía ejecutar una fianza de US$ 5 millones de dólares; o sea una situación muy sui géneris.
Me entrevisté con la entonces jefa del Inrena, que me manifestó su férrea oposición al proyecto y tajantemente me dijo que no lo aprobaría.